domingo, 8 de febrero de 2009

EXILIO

Hace ya algunos días, a Don Andrés se le vino el recuerdo de toda una vida. Deben ser esas rememoranzas que contornean el alma hasta dejar en ella una forma impresa que viaja por los años inmutable.
Ya entrado en años, el hombre acostumbraba salir a pasear con los nietos de Delia, una amiga – aunque probablemente algo más que una amiga, sin que nunca se hiciera público- además de ser la dueña de la pensión donde él rentaba una pieza. El hombre caminó muchos fines de semana con los niños de su mano, como un abuelo orgulloso, rumbo a una plaza del vecindario. Por el trayecto, la conversación con los infantes tenía un cierto marbete de emocionalidad junto a esas lúdicas brisas de otoño y toda una serie de ideas para inmortalizar las hojas que se levantaban con el viento o bien se desprendían de las ramas. Lo más seguro, es que varias de ellas acabarían entre páginas de libros. La recolección de las hojas a esa altura del diálogo era entonces inevitable, y todos giraban alrededor de los viejos árboles de la plaza observando el paso del tiempo a través de sus surcos o de las enormes raíces sobresaliendo de la tierra. Nada le gustaba más a don Andrés, que los niños aprisionaran ese momento de la vida como una fotografía.
Cuando estaban de regreso en la pensión, el hombre se iba a la sala de visitas para sentarse junto al piano. Entonces comenzaba a tocar esas clásicas partituras de autores polacos, de preferencia elegía a Chopin, y en esas tardes en que se sentía más nostálgico, tocaba algunas composiciones de piezas cortas creadas por él, en homenaje a su familia ya extinta hace años. Después de un largo rato, no faltaba la ocasión para intentar dar clases a los nietos de la viuda. Éstos, sin mayor interés se desconcentraban a los pocos minutos y se escabullían por el largo pasillo de la casa con cualquier pretexto.
Comenzaba entonces nuevamente a tocar a Chopin, mientras se iba con el pensamiento hasta llegar con su imaginación a recorrer su patria tan lejana y ausente.
Él había nacido en Polonia a fines del siglo XIX. Pertenecía a la nobleza polaca, y sus familiares fueron alguna vez dueños de enormes castillos medievales de la región. Por esos años eran grandes empresarios; entre sus negocios más prósperos destacaba el rubro de los chocolates finos.
Aún a pesar de su estirpe, a Don Andrés le tocaría presenciar de niño la primera guerra mundial y participar en la hambruna de la pos guerra, con una infancia accidentada y pavorosa, por decir lo menos.
Con el tiempo todo se normalizó para él. De joven estudió ingeniería y continuó al frente de las empresas familiares. Se casó y tuvo en sus hijos esa inmensa satisfacción de perpetuar su estirpe. A fines de los años 30, al hombre le tocó revivir nuevamente esos recuerdos que deseaba olvidar. El primero de septiembre de 1939, había entrado el ejército alemán a Polonia. Fue lamentable que su enorme poderío económico y su posición política jugaran en su contra al punto de llegar a ser uno de los hombres más buscados por la Gestapo. Durante meses se ocultó junto a su familia en distintos escondrijos, en buhardillas asfixiantes, o en sótanos húmedos y llenos de ratas. A mediados de 1940 y escondidos en una casa de una sencilla familia polaca, fueron sorprendidos por los alemanes. En ese lugar se ejecutó al grupo familiar que les dio guarida, luego los soldados acribillaron a sus padres, a su esposa e hijos, siendo él, el único sobreviviente de la masacre.
De ahí sería deportado a un campo de concentración germano, pero por esos días se produjo en el territorio polaco un enfrentamiento entre alemanes y soviéticos, sitio en donde cayeron los alemanes, y los pocos sobrevivientes fueron reducidos y agrupados junto a los polacos cautivos para ser enviados a unos campos de prisioneros en Siberia.
¿Cómo hizo Don Andrés, para soportar las inclemencias del tiempo y el trato inhumano en los trabajos forzados? Nunca quedó claro. Sólo se sabe que muy pocos pudieron sobrevivir al desierto blanco.
Mientras él permaneció en ese lugar durante varios años, logró ser ubicado por el ACNUR. Esta organización internacional se encargaría de entretejer su escape; lo más probable es que hubiese sido a través de un contundente soborno, puesto que Don Andrés, dentro del campo de presos, recibió una sábana blanca e instrucciones para escapar durante la noche. Una vez que el sol se entró, el hombre sin pensarlo dos veces, comenzó a arrastrarse por la nieve, cubriendo su cuerpo con la sábana y anduvo a gatas durante horas en esa infinitud blanca. Es posible que el soborno no sólo hubiese pagado la entrega del pedazo de paño, sino también la vista gorda de quienes montaron guardia esa noche.
Don Andrés, nunca supo quien lo encontró, ni cuanto tiempo pasó desde su huida, sólo recuerda que despertó mientras era trasladado hasta un contacto que lo esperaba con un pasaporte alemán. Con ese documento, podría salir de la zona a la que había sido conducido, para luego movilizarse dentro de Europa hasta lograr embarcarse hacia las latitudes del cono sur.
El viaje sin duda se le hizo eterno, pero le ayudó su flexible talento de hablar varios idiomas, y cuando se sentía un poco más animado, conversaba con otros refugiados con los que hacía causa común.
A su llegada a Chile, fue ayudado por alguna familia de la alta sociedad. Así el extranjero continuaría su exilio, siendo recomendado por las Naciones Unidas, para que se le reinsertara lo más pronto a la vida ciudadana. Ya era tiempo de volver a empezar, si es que era posible pensar en ello.
El hombre por esos días, se cuestionaba acerca de su existencia. Pensaba que lo más seguro era que antes de nacer hubiese elegido la vida que tendría que asumir y soportar; la posibilidad de un nacimiento sin elección significaba perderse en el caos del azar y eso le parecía aún más aterrador que la misma guerra.
Una mañana, haciendo fila en un banco para pagar unas cuentas pendientes, entabló una conversación con la señora que estaba delante de él. De ahí se generaría una larga y curiosa amistad: Delia. Al poco tiempo, Don Andrés ya se había ubicado en su domicilio arrendando una de las piezas. La amistad fue creciendo con el tiempo hasta llegar a transformarse en una turbulenta relación de amor – posesión. La viuda le exigía obediencia incondicional y él buscaba desesperadamente afecto, al punto de transgredir sus propios límites. Para don Andrés era indispensable sentirse nuevamente integrado al amor como una nueva oportunidad de hacer familia. Así se dio comienzo a aquellos paseos otoñales con los niños por la plaza, las tardes de ajedrez o los partidos de naipe español y sus recuerdos junto al piano.
Lentamente se fue integrando al resto de la familia, como en esos almuerzos dominicales en la casa de la hija de Delia. Ahí se reencontraba nuevamente con el ambiente familiar. Él era observado por los niños como el caballero de pelo blanco y ojos azules que con esas gafas de carey poseía el aspecto de todo un gentleman junto a la abuela coqueta y de conducta tan peculiar.
Con el tiempo Delia comenzó a imponerle un sistema de reglas y normas fuera de toda lógica y él, con su rostro que demarcaba la amargura, bajaba la mirada siempre lleno de esa inconmensurable necesidad de afecto.
Entretanto, el país había entrado en la época de mayor desabastecimiento de su historia y a la familia se le hizo indispensable salir a otras tierras en busca de nuevas posibilidades. Los trámites para el viaje se hicieron en pocos meses y llegó el momento de la partida. Delia resintió con rapidez el vacío de la marcha dejada por su familia y al poco tiempo arrendó su casa, hizo sus maletas y se fue tras los suyos. Don Andrés quedó hospedado en un asilo de ancianos con una tristeza y un desamparo indescriptible, la vida dejaba de tener sentido. Lamentablemente Delia no consideró viajar con él, aún sabiendo que el resto del grupo familiar lo esperaba.
Al año siguiente, tras el golpe militar ya estaban de vuelta en el país. La viuda volvió a su casa, a sus habitaciones para arrendar, a su vida con los gatos y sus tejidos de invierno. Pero no le interesó darle al polaco un nuevo espacio ni volver a su antigua relación.
A don Andrés se le siguió visitando dentro del asilo, pero para él, nunca volvió a ser lo mismo. El hombre lloró cada noche en el hogar de ancianos la pérdida de quien consideró su amiga y algo más.
Una noche de invierno, en la casa de la hija de Delia, todo el grupo familiar sintió golpear las diferentes puertas del hogar, pero nadie llamaba. El primer pensamiento de la dueña de casa fue su madre. Acto seguido la llamó por teléfono y en ese momento se enteró que Don Andrés había fallecido días atrás. Al entierro sólo acudió Delia y el sepulturero. El amor posesivo de la viuda no le permitió compartir con los suyos el último momento de Don Andrés. Una gran pena los sobrecogió esa noche.
Y él, entre toda esa ráfaga de vivencias, no olvidó de venir a despedirse de la familia que lo acogió después de la guerra.


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