domingo, 8 de febrero de 2009

ENTRE LA BRUMA


Dominica se sentó en el último peldaño frente a la habitación del resort. La noche le parecía inquietante en medio de la bruma que se propagaba entre murmullos subterráneos de danzas y tambores. Sólo quien sintonizaba el pensamiento al éter le era posible percibir aquellas sudorosas reminiscencias de la esclavitud. Como esas visiones de hileras de negros, caminando con cadenas y grilletes oxidados para laborar sin compasión en los extensos cafetales. Por alguna razón a Dominica le fue permitido divisar imágenes de personajes arcanos tirando las caracolas en el suelo. De ellas era posible extraer lecturas secretas referente a la esperada abolición de la esclavitud. Mientras tanto, los jóvenes tocaban sus rítmicos instrumentos alrededor de una hoguera y los más viejos escondían sus voces entre la musicalidad organizando posibles fugas. Una cocinera era la informante del movimiento de los amos al interior de la hacienda.
Han pasado ciento sesenta años desde ese episodio. Pero la tierra guarda las lágrimas y la sangre de aquel origen ancestral.
Dominica se despabila de improviso y entra a su cuarto para atrapar nuevamente algo de realidad. Quizá ha sido el cansancio, que le ha traído alucinaciones. Las imágenes se difuminan a la luz de la lámpara, pero el sonido de voces y murmullos no se desvanece.
Una vez tendida en la cama, escucha dos golpes en la puerta. La mujer se levanta con cierta agitación y abre. Frente a Dominica está parado un espectro, es una vieja negra con el pelo tapado por una paño de algodón y una falda que le llega hasta los pies. La anciana le susurra una sugestiva invitación y ella, hipnotizada por alguna fuerza que no comprende, sigue sus pasos mientras la luna llena alumbra los matorrales por donde el espíritu se interna. El camino se transforma en un laberinto de helechos, arbustos y plantas trepadoras que cubren cuevas y túneles subterráneos. La aparecida descorre parte del ramaje y las dos mujeres se introducen por una de las cavernas. Desde su interior se conectan oscuros pasadizos; la anciana la emplaza a descender por un corredor que tiene grabado en la pared extrañas pinturas - arañas, liebres, tortugas, lunas nacientes, tambores, máscaras de madera -. El lugar recubierto de murallas rocosas, conduce a una especie de cámara de gran amplitud. Dominica en su asombro, observa antiquísimos sofás - pueden ser de la época de la colonia - junto a los que se le arriman troncos dispuestos como mesas laterales. Sus muros están atiborrados de colgajos y esculturas, que reciben la luz de doce antorchas repartidas en la oscuridad.
La anciana toma una vasija modelada en arcilla y en ella recolecta gotas que caen desde el techo. Luego el espectro se acerca a Dominica y le unta los labios con el contenido.
Desde ese momento sus visiones se acrecientan y los látigos retumban. Las pulsaciones de los esclavos se alinean al ritmo de los tambores y se insertan en su propio latido. Su cuerpo se comprime, se sacude, y el sudor le escurre por el rostro. Millones de lágrimas oprimidas socavan sus ojos y la cueva se llena de quejidos, de castigos inhumanos, de rituales y magia, de sangre y muerte. El presente y el pasado convergen entre las napas subterráneas. La tierra ha plasmado los genes de la historia en el vaho de sus entrañas y de ella germina la vida que hoy nutre al pueblo.
Dominica abre los ojos y se da cuenta que aún permanece sentada en el último peldaño frente a su habitación del resort, mientras Candelaria, su comadre, sigue jugando solitario sobre la cama.



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