martes, 3 de febrero de 2009

ANGEL FUGITIVO

Paseando en el cementerio de su pueblo, la anciana Margarita recordaba que a sus tres años de edad, anduvo por primera vez por esos pasajes. Entonces su madre había ido a depositar flores a la tumba de su abuelo, que llevaría por esos años unos doce de fallecido.
Aquel día estaba asoleado, el cielo padecía de un azul costero, aunque el pueblo se ubicaba en las faldas cordilleranas. Mientras su madre adornaba la lápida con unos claveles dobles, Margarita descendió con la efervescencia de la niñez por unos escalones de piedra laja - que desde su altura de un metro y cinco centímetros parecían peñascos - hasta posar finalmente sus pies sobre una planicie. En ese instante, sus ojos descubrieron una puerta con un curioso acabado en la parte superior. En ella se delineaba un arco lleno de vitrales floreados y por ellos se engendraban miles y miles de destellos iridiscentes. Su alma se coloreó largo rato en los vidrios hasta ser sorprendida momentos más tarde, por un grupo de pequeños cuerpos que flotaban sobre la puerta. Éstos eran similares a los ángeles de las pinturas barrocas, en dónde se observan acompañando a la virgen junto a una nube que sostiene su cuerpo.
Y la Palabra llegó a sus oídos- ¿Quieres jugar?, Abre la puerta y entra -. Margarita asustada, salió tropezando escala arriba con el sonido impregnado en sus oídos. Fue la Palabra, fue el Verbo y la intención que se depositaron ese día en su alma, fue como un primer baño de búsqueda para reconocer la vida en el conjunto didáctico de los vocablos. Éstos, se alinearon al alcance de la comprensión de su mente infantil, y la acción de aquellas pocas palabras más la ausencia del pragmatismo, serían la combinación perfecta para que con los años iniciara una búsqueda insaciable en los idiomas, en las culturas y en las razas. Búsqueda de vocablos como pedazos de puzzles, que con la madurez despertarían sus sentidos dormidos; aquellos que sólo despiertan en el silencio de la mente cuando se acalla el ego y las emociones cesan. Entonces se recuesta la Palabra en el aliento y se obsequia en un suspiro.
Con los años Margarita fue aprendiendo que la palabra externa se iba junto al viento, pero aquella que germinaba en el silencio de su mente, se quedaría a dialogar con un ángel, uno de aquella tarde de niña en el cementerio. A él, le gustaba recolectar el fruto de sus sonidos.
Hace ya algún tiempo se sorprendió escribiendo un poema a su inusual compañero:

Angel mío,
luz de maestría policromada
escribano de mi campo celestial,
que torneas mi esperanza
de espigar el cielo
con la suavidad de una palabra.
Ella se desliza por los corredores febriles de mis selvas
y por el purgatorio de mis riachuelos.

Concéntrica palabra
que hoy se alza en vuelo,
y aprisionada en la pupila viajera
de tu mirada de vertiente
se arrima en el flujo ululeante
que desciende por las cascadas
mas traslúcidas del alma.

Y hoy la boca abierta de mi espíritu indomable
se recluye a comulgar el universo entero
por el tragaluz de una palabra.

Recordando aquellos versos, Margarita se encuentra nuevamente de pie en el cementerio junto a la puerta con forma de arco. Ya recorre la madurez de su vida y viene con la sabiduría de sus años a obsequiar sus ramos de vocablos, a cantar sonidos aprendidos y a devolver el ángel que con ella se escapó hace tantos años por aquella puerta de cementerio. Mientras se despide, observa a un niño de alrededor de un metro y unos cinco centímetros, que baja con efervescencia los altos escalones, hasta llegar a la puerta; sus ojos traviesos se abren y se paralizan como si se detuviera el tiempo.
Ya cae la tarde y los rayos que atraviesan los vitrales engendran como siempre miles y miles de destellos iridiscentes. Y un alma nueva pareciera que se colorea en ellos.





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