sábado, 7 de febrero de 2009

ELEMENTALES DE ATARDECER


Sentado en su silla de bambú, el aborigen Jacinto elige esos perpetuos atardeceres en su campiña bananera, para recibir el sol oxidado y encender como siempre un habano.
El tiempo de quehaceres a esa hora se enmudece y las murallas que delimitan los confines del poblado, se tiñen ante sus ojos de grafitis que convocan a seres elementales y otros amigos.
Algunos roedores y reptiles se pasean en las murallas del pueblo y las rapiñas de tanto en tanto, esperan entre vuelos circulares junto a sus picos corvos, - como una hoz que viene a segar sin miramientos - alguna vida que se apague. Los roedores se deslizan por los bordes de los muros con sus colas largas y deambulan tras la huella aromática de algún iniciado basural. Son las ratas prolíferas y voraces que no ceden sus predios ni sus trastos, habitando el atardecer de los viejos y nuevos pensamientos de Jacinto.
Los reptiles se resguardan del torrente aguacero que se transforma en diluvio y a los pocos minutos sólo queda en el aire el calor tibio y húmedo como recuerdo y las ranas comienzan su concierto nocturno –¡coquí - coquí! - entre los ramajes de malezas y polipodios. Un serpenteo coloquial pone en jaque a una de tantas ratas. La población roedora permanece inmune ante el inocuo deceso, se ocultan por algunos instantes mientras observan a la bicha. Después, vuelven a sus correrías.
Jacinto, cierra sus ojos mientras el olor a tabaco claro envuelve a sus rapiñas, sus roedores y reptiles de atardecer y emite sonidos guturales que viajan a través de sus visiones enmohecidas.
A lo lejos se divisa a Pedro, Esteban y Felipe, que resguardan con audacia sus predios y trastos. Y aparece Beto, en su camioneta Chevrolet, zigzagueando por el camino de piedras y tierra, hasta llegar donde Pedro. Discuten coloquialmente. Pedro se jala los cabellos rizados, firma documentos, saca su billetera y entrega todo lo que tiene. ¡Ay!, quien sabe si mañana le tocara a Esteban o quizás Felipe.
Mientras en algunos bares de barra de la calle principal, la descendencia de los campesinos bebe ron Bacardi y conversa alegremente de sus conquistas. Ha llegado la edad en que comienzan a volar de casa, y se clausura el nido. Aunque la complicidad de sus proyectos les obliga a mantener cierta cercanía. Ellos esperan y observan con paciencia, la hora de revisar frente a los ojos semiabiertos de algún viejo, papeles con firmas y trámites notariales, ocultos en posibles bolsillos y estanterías. Es de esperar que a los ancestros se les descomponga el cuerpo. ¡Oh, productivos atardeceres!
Y los animales regresan cada tarde y personifican al campesino.
Mientras el aborigen Jacinto fume su habano y cierre los ojos, los elementales tendrán asegurada su existencia.





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