martes, 3 de febrero de 2009

DESPRECIO

El secuestro tuvo lugar frente a la antigua iglesia del pueblo, reconocida como patrimonio de la humanidad por su belleza arquitectónica de sólida construcción colonial. Ese día, las calles de adoquines fragmentados por el uso, se poblaron de campesinos que rodeaban la plaza del centro; lugar donde se ubicaron los puestos de artesanía aldeana con el anticipo de nuevas técnicas aprendidas en la capital.
Irrumpió el encanto campestre, un par de camionetas con una decena de sujetos armados y encapuchados, que en menos de dos minutos dieron muerte
a una veintena de lugareños y tomaron de rehenes a otros ocho hombres. Los gritos llenaron la atmósfera, y las gallinas que se vendían en la plaza saltaron cacareando en medio del correrío de pobladores que iban de un lado a otro con absoluta desorientación. Los guerrilleros se subieron a las camionetas con los rehenes y huyeron a gran velocidad disparando al azar entre el tumulto enajenado.
Los hombres secuestrados fueron acarreados como fardos, en dirección a la Sierra baja para ser ocultados en una zona de afloramiento rocoso, cercano al sector de los manglares. La superficie del terreno era bastante irregular e inhóspita, la humedad y los insectos se sumaban al medio ambiente haciéndolo más cruel. Ya ocultos los prisioneros, los guerrilleros se alejaron a su campamento de entrenamiento a medio kilómetro de distancia. Dos jóvenes casi pueriles se quedaron montando guardia con sus metralletas de hombres.
Al pasar los meses, los rehenes sin posibilidad de rescate y ya debilitados por la precariedad alimenticia y psicológica, murieron víctimas de la fiebre amarilla.
El jefe de los guerrilleros, un tal Marcos, que llevaba al menos quince años en la lucha armada, empezó a impacientarse de no alcanzar los efectos esperados, y planificó una nueva estrategia aún más cruenta con el sacrificio de un centenar de campesinos. Por esos días, Marcos decidió hacer una inspección para ultimar los detalles del escabroso ataque. Camino al pueblo se sintió tentado de desviarse en una bifurcación que llevaba a la casa de sus padres. No los había visto desde el día en que siendo un adolescente, se marchó a la revolución.
Sus progenitores lo recibieron entre abrazos y lágrimas ingenuas. Nunca supieron quién era su hijo. Ellos se negaron a reconocer aquella verdad que se revelaba entre rumores por toda la zona, soñando con el hijo como un hombre realizado en la capital.
El cabecilla de los guerrilleros, fue de niño el más callado de su grupo. Se levantaba temprano para ir a la escuela rural. Para estudiar, debía andar unos cuarenta y cinco minutos por el camino de la floresta, de ahí se sumaban otros muchachos e inventaban juegos para hacer más atractivo el trayecto, como ir tirando piedras a los cocoteros y afinar la puntería. Así paliaban con la entretención la arrolladora quemazón de la atmósfera. Marcos, que les seguía en silencio, siempre se manifestó como un niño retraído y con dificultad para expresar sus emociones. Desde esa distancia interna, miraba al grupo con cierto desdén, él, no sería otro pasivo jornalero de campo pasando miserias y tratos déspotas. Sus planes eran ser un revolucionario, que por esos días se gestaba con el desprecio que sentía hacia su gente. Él traería mejoras integrales y encauzaría la libertad social.
Ese mediodía, se abrazó de sus padres. Su madre aun ceñida al hijo se lamentó y llorando le dijo que su hermano estaba desaparecido desde hacía varios meses, él lleva puesto una cruz de plata que en el reverso dice “ Mi Salvación”. Marcos por primera vez en esos quince años se conmovió. Como les explicaría a sus viejos que uno de sus rehenes muertos por la fiebre amarilla llevaba una cruz de plata, que él era responsable de la desaparición de su hermano, que no lo había reconocido. Ese fue el único momento en que Marcos estuvo al otro lado de la revolución, sintiendo en su carne el dolor de una pérdida.



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