jueves, 5 de febrero de 2009

EL ALMENDRO


Hace tiempo que Sara se alejó del centro de la ciudad. Ella se ubicó en un pedazo de tierra en una comuna austera y visiblemente campestre. Ahí se decidió a convivir con grandes nogales, paltos, almendros y eucaliptos. Éstos se enraizaban sin mayor resistencia a la tierra y al clima mediterráneo.
La casa estaba construida sobre unos gruesos y altos pilares de concreto, y desde sus ventanas se podía contemplar el frondoso ramaje de especies propias de la zona. Dos enormes perros eran los encargados de recorrer las tierras para evidenciar la llegada de algún intruso.
La cotidiana quietud del hogar era interrumpida cada fin de semana con la llegada de Felipe, el único hijo de la mujer. Este, cursaba segundo año en una escuela de danza moderna en provincia. Allí era destacado por ser un gran bailarín, de talento innato, desbordante de pasión y creatividad.
Ese viernes por la mañana, Sara ordenó de manera habitual la casa, y al rato se encaminó hacia un gran almendro ubicado frente a la pérgola. El árbol poseía características muy peculiares. Entrada la primavera, su floración se desbordaba de copiosidad, y más que un árbol, daba la sensación de estar observando una enorme hortensia. Luego, en el tiempo sepulcral del verano, su mayor orgullo sería esa tremenda carga de frutos dispuestos a ser ofrendados a Sara. La mujer conocedora de viejos secretos contados por los sabios, mantenía una afinidad muy particular con el viejo almendro. Le gustaba reconocerse en él y alimentarse de sus frutos como si fuese el árbol de la vida, aquel que habitó el paraíso de Adán y Eva. A la vez, ella lo apremiaba con sus emociones obsesivas, conversándole por horas sin darle una tregua. Y él, siempre confidente y compañero, le emitía desde su corteza extraños sonidos en respuesta, como si en su interior hubiese existido algún tipo de criatura oculta. Los diálogos entre el lenguaje verbal y los sonidos del madero se acrecentaban en intensidad hasta alcanzar una extraña nota vibratoria, un sólo sonido, un murmullo cálido y sutil, indivisible y sordo ante cualquier presencia ajena. Únicamente el sensitivo oído de Sara podía percibir el nexo entre ambos, y el almendro que no daba abasto de amor, se desbordaba cada vez más.
En aquella mañana de viernes otoñal, y momentos después de abrazar a su almendro para llenarlo de mimos, su cuerpo cayó víctima de un abatimiento que no entendió. Entonces, se sentó a los pies del árbol, y apoyó su espalda en el tronco para descansar en él. Más repuesta, se fué a su casa por el camino de maicillo. Al llegar, se preparó una ensalada surtida con verduras extraídas de su tierra, acompañada con un trozo de jamón ahumado, al tiempo que degustaba una copa de vino rosé. Recordó en aquel almuerzo, el abrazo intenso del que fue protagonista junto a esa sensación de inquietud reciente y que por la tarde no logró eliminar de su mente.
Entrada la noche, llegó Felipe en su automóvil, un modelo pequeño con varios años a cuesta, regalo que le hizo su padre tiempo atrás. El joven aún recordaba aquella compra de camaradería dos meses exactos antes de aquel espantoso accidente en la Harley Davison. En definitiva, el hombre había encontrado la muerte jugando con el reflejo de su hijo, como si la edad de Felipe, proyectada en él, le otorgara una segunda juventud. Era probable que su padre, cercano a los cincuenta años, hubiese tomado esa noche un whisky con hielo junto a sus amigos de encuerada vestimenta. La familia lo esperó inútilmente con un plato de comida que nunca fue servido.

Su esposa, ya en ese tiempo vivía obsesionada con el almendro, situación inducida supuestamente por el abandono marital. Ella, sin hacer una mirada interna, sólo podía identificarse como la víctima.
El joven estacionó su vehículo sumido en los recuerdos y bajó enseguida con su mochila de estudiante para encaminarse al hogar. En ese momento, fue interrumpido por los dos enormes perros que se acercaron a olfatearlo, tratando de adivinar de donde provenía. Felipe los acarició y entró a la casa en busca de su madre que estaba tendida sobre la cama, absorta en un libro de leyendas árabes. Se dirigió hacia ella con su típica actitud infantil, le depositó un beso generoso y luego se recostó a su lado cerrando los ojos hasta sumirse en algún sueño, contagiado por pasadizos con tapices de alfombras voladoras y genios milenarios.
El amanecer del sábado fue un día como cualquiera en la casa de los árboles - así solía llamarla su padre –. Era una mañana asoleada y los rayos se filtraban a través de los visillos entibiando la atmósfera interior. Felipe se levantó temprano al igual que su madre y después del desayuno se encaminaron abrazados en dirección del almendro. Al llegar al lugar, el joven trepó por el árbol para remecer las enormes ramas y sacar sus frutos. Entonces ocurrió que el almendro soltó sus raíces de la tierra, y éstas comenzaron a emerger como si una fuerza poderosa las hubiese arrancado, quedando diagonales al suelo. Sara, horrorizada corrió hacia su camioneta para apuntalar el árbol con el vehículo, y detener su caída. La mujer estaba consternada. Cuando logró arrimar el automóvil junto a él, el almendro se partió en dos, como si de la nada un rayo hubiese descendido sobre él. Sara, llena de angustia, fue en busca de unas gruesas cadenas que guardaba en la bodega con la intención de unir las dos partes, pero el peso de ellas superó sus fuerzas.
En un último intento, se dirigió a la casa desde donde llamó a Fermín, campesino encargado del predio, quizá el hombre sabría cómo enterrar nuevamente el almendro y unir su tronco dividido. Después de la breve conversación, se encaminó donde el agonizante en espera del lugareño. Al llegar, grande fue su sorpresa de ver el tronco cortado a ras de suelo, como si una sierra eléctrica lo hubiese cercenado.
Ya no habría primaveras en flor ni frutos enamorados para ella. Sara se abrazó a Felipe y le susurró con la voz reprimida - Primero fue tu padre, y hoy, el almendro. Voy a mandar a cortar todos los árboles de esta parcela - Y se quedó en silencio sin dar explicación, mientras Felipe resentía el peso de sus palabras.
Esa tarde, Fermín y algunos jornaleros dieron comienzo a la tarea de tala. El árbol de la vida había vuelto a su paraíso perdido, y los restantes murieron cortados en pocos días, mártires de las gladiadoras sierras. El cielo por esos días se mantuvo curiosamente oscuro, y tembló una y otra vez.
Sara vendió al poco tiempo la propiedad, aquella que no supo amar, lo mismo que a su esposo y a su almendro. La mujer en definitiva, nunca comprendió que el árbol había sido su segunda oportunidad de conocer el amor. Ahora sólo quedaba Felipe.



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