jueves, 5 de febrero de 2009

EL PINTOR


Sentado sobre una silla de ancha compostura, el pintor apacigua las horas, bajo el cielo que vierte sus chubascos al atardecer. Las gotas ligeras resbalan por las ventanas de una habitación melancólica y el sonido penetra por sus reminiscencias que activan sus manos y las hace transitar noctámbulas entre pinceles, óleos y telas.
La silla se inclina bajo el peso de su espalda. El pintor ahora calla y el hombre recuerda y viaja en medio de sus vivencias antiguas y extraviadas.
Entonces, los minutos se acomodan y elongan como si fueran tantos y las vivencias se pasean sobre una pandereta gris junto a una carcomida casa de infancia, enclavada entre las ramas confidentes de los juegos, los escondites y una colección de insectario.
Cómo le duelen los años que regaló al olvido, y el tiempo que llegó oculto con el silencio, clausuró los postigos de la niñez, esos que alguna vez estuvieron abiertos a la luz de la mañana, a las amistades y a los lúdicos y traviesos cariños.
Entonces el hombre flecta sus piernas frente a una pequeña puerta escrita con antiguas promesas y en ella reconoce un ojal tramposo, que era el cómplice para ganar todo tipo de apuestas. De súbito, uno de sus ojos roza el trozo de madera y por el ojal abierto, se va con su pupila a navegar, en el sopor de la tardanza y el polvo, que se ha adherido en su pena. Cómo llora en su escondrijo, bajo el abrazo de una sombra con cara de niño y la lluvia que cae desde fuera, se esparce como un eco hasta penetrar sus arterias y dar rienda suelta al pulso generoso de sus yemas.
En un salón de obras maestras, hoy se remata un óleo. Impresa en la tela se observa una pandereta gris, al lado se encuentra un árbol y arriba una casa de infancia colándose entre las ramas. Ésta luce sus ventanas abiertas y sus postigos se hallan recogidos. Desde una de ellas, emerge el rostro de un niño con pecas, y de ahí mira el mundo que le espera, junto a la experiencia del viejo artista.



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